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Publicado el miércoles, 27 de abril de 2016. Revisado el miércoles, 27 de abril de 2016.
Autor: Laura Perales Bermejo
Tiempo medio de lectura: 13 minutos y 14 segundos
Lo más peligroso que puede ocurrir con algo dañino es que se normalice. Es el caso de la violencia en ciertas situaciones. ¿Qué ocurre si vemos una agresión entre adultos por la calle? Probablemente alguien llame a la policía o, si se trata de nuestro cuñado agrediendo a nuestra hermana, se intervenga (aunque en este caso, tristemente, muchas veces tampoco se hace). Pero, si se trata de unos padres agrediendo a su hijo, ¿qué es lo que pasa? Nadie reacciona. Tenemos interiorizado que los niños son propiedad de los padres y que “cada cual cría como quiere”. Hemos normalizado el maltrato a tales niveles que incluso se llega a considerar beneficioso aquello de “la torta a tiempo” o el “cachete educativo”.
¿Cómo hemos llegado a esto? La respuesta está en nuestras infancias. ¿Por qué hay personas que maltratan a sus hijos? Porque a ellos también les pegaron, les gritaron, les humillaron. Les transmitieron un modelo de conducta basado en las relaciones de poder mediante la fuerza. Les hicieron creer que se lo merecían. ¿Cuántas veces vemos en internet como ante un debate sobre el tema hay personas que justifican el cachete diciendo que a ellos les dieron alguna “torta a tiempo” y que no están mal? O que menudos eran, que se lo habrían ganado… que algo habrían hecho. Que menuda exageración llamar a eso maltrato. Estas personas, en su día víctimas y ahora las que mantienen la normalización de estas prácticas tan dañinas, no perciben que lo que han vivido les ha marcado profundamente, tanto que han interiorizado el merecimiento de las agresiones recibidas. Necesitan justificar la acción de sus padres, porque para un niño es muy difícil ver que las personas que deben protegerle son sus agresores. Si además estos niños viven un continuo ataque en el que la culpa siempre es colocada en ellos, y en su entorno el adulto es incuestionable y la autoridad a temer, lo esperable es que efectivamente sientan que se lo merecen y que está justificado. Nadie, absolutamente nadie se merece que le hagan esto, y las consecuencias van mucho más allá de la situación concreta de maltrato, incidiendo en el modelo de relación con los demás, consigo mismos, con sus parejas, etc.
¿Por qué hay personas que ante estas situaciones no intervienen? De nuevo volvemos a nuestra infancia. Nos han enseñado que no podemos cuestionar la figura de autoridad, y que el fuerte debe imponerse al débil. Esto atenta contra la propia naturaleza del ser humano, basada en la cooperación y en el cuidado de la infancia, algo que nos permitió sobrevivir como especie en nuestros inicios. Nos han enseñado a no reaccionar ante las injusticias, a no meternos, a no molestar, a quedar bien con los adultos por encima de todo, a que esto se trata de un sálvese quien pueda basado en el egoísmo, sin tener en cuenta las necesidades de los demás, desde el momento en que nos dejaron llorando solos en una cuna. Esto lo vemos incluso en situaciones de abuso sexual conocidas por adultos del entorno, que no hacen nada sólo por no señalar a otro adulto. En el caso del maltrato físico o verbal, también lo vemos. El sometimiento a la autoridad y la ausencia de respuesta ante agresiones presenciadas, o a veces hasta infringidas, fue contrastado en el célebre experimento de Milgram, donde los voluntarios propiciaban descargas eléctricas (que no eran tales, aunque ellos no lo sabían) a otra persona cada vez que fallaba en un supuesto experimento sobre la memoria. Las descargas iban subiendo de intensidad, llegando a ser potencialmente mortales. Los gritos de la persona a la que agredían no frenaban a los voluntarios, que simplemente se dejaban llevar por la figura de la autoridad, el experimentador. El 60% de los participantes llegó hasta el final, propinando descargas potencialmente mortales sin cuestionar lo que estaba ocurriendo. Este experimento fue replicado en el año 2010, con público asistente, y esta vez no solo los que daban la descarga no pararon, sino que nadie de entre el público reaccionó. El porcentaje de personas que llegaron hasta el final subió al 80%. Estamos hablando de una muestra representativa de la población. Ocho de cada diez personas lo harían.
Intervenir en estos casos es esencial. Si algo caracteriza al ser humano es la tendencia a sobrevivir, a intentar compensar, a agarrarse a algo que lo mantenga a flote. Si presenciamos una agresión física hacia un niño por parte de un adulto, interviniendo estamos dejando de normalizar la violencia y cambiando el mundo. Porque ese niño crecerá y formará parte de la sociedad del futuro. Si nos paramos a observar lo que tristemente es tan habitual, veremos que los niños, al ser agredidos por sus padres y a no ser que ya estén muy mal, lo primero que hacen es levantar la mirada y observar las reacciones del resto de adultos. Suelen encontrarse miradas hacia otro lado, normalización. Así, el niño interioriza que verdaderamente se merece aquello y que este es el modo de funcionar. Pero, ¿qué ocurre si el niño, en ese mar de indiferencia, un día se encuentra con una mirada amiga? ¿Qué ocurre si alguien le sonríe? ¿O si se acerca a él, sin centrarse en increpar al adulto, se agacha y suelta una frase tan balsámica como “nadie se merece que le peguen”? Ese niño va a aferrarse a ello. Aunque en casa le den una paliza, saldrá adelante. Porque lo que más le duele y deja heridas más profundas no es la torta física, sino la emocional. Aquí, el resultado se consigue en cuanto se interviene. Lo que ocurra después con el otro adulto no importa. Pueden reaccionar increpándonos, aunque lo más habitual es que les choque tanto esta reacción que se queden paralizados. En este punto, vuelvo a preguntar: si fuese un adulto agrediendo a otro, ¿nos plantearíamos todo lo que nos estamos planteando ahora mismo al leer este párrafo? ¿O intervendríamos sin dudarlo para ayudar a nuestra hermana? ¿Por qué el patrón de respuesta es diferente? ¿Por qué nos lo planteamos? Normalizamos la violencia hasta el punto en que lo trágico de los accidentes de avión se mide en función de los compatriotas que viajasen a bordo. Los atentados del 11 de septiembre “no eran aquí”. Los inmigrantes mueren en el mar o en una valla que vulnera los derechos humanos, pero están lejos y no los vemos. Nuestra vecina pide socorro mientras su marido le da una paliza, pero nos hacemos los sordos porque no nos ve. Las mujeres sabemos que si alguna vez nos intentan violar, más nos vale gritar “fuego” para que la gente salga a ayudarnos. La cobardía y el egoísmo marcan nuestras vidas. Si no nos ven o es alguien invisible socialmente, como lo son los niños, legitimamos la violencia. Porque es lo que hemos vivido, y es imperativo cambiarlo.
Nos llevamos las manos a la cabeza ante el acoso escolar. Pero, ¿qué les hemos enseñado a los niños desde que eran bebés? La ley del más fuerte, el abuso, las relaciones de poder, que nada tienen que ver con la vida. Castigos, cachetes, gritos, humillaciones. Les hemos tratado como si fuesen invisibles, pisoteando sus derechos y sus necesidades. Además, no pueden hacer lo que necesita cualquier cachorro, que es jugar, saltar, estar constantemente en contacto con la naturaleza. Como va a hacerse esto, si antes hemos roto la primera necesidad cuando eran bebés, el estar pegadito a su madre. Estas necesidades primarias no son compatibles con nuestro modo de vida. Así, el día a día del niño medio es estar encerrado en su casa viendo la televisión o en la escuela, sentado, forzando un aprendizaje que debería ser vivencial, que debería ser placentero y productivo, pero que se convierte en algo obligatorio que va mermando sus capacidades naturales. Rodeado de adultos que utilizan castigos, amenazas, y que a veces hasta pegan. Porque en los adultos estas son “herramientas educativas”, pero en los niños que reproducen aquello que ven y viven, son motivo de rechazo y castigo.
Se nos olvida que no es lo mismo defensa que ataque, y que debemos intervenir solo cuando sea necesario, ya que no es lo mismo que dos niños quieran un mismo juguete o defiendan su espacio vital, que una situación violenta. Nos han enseñado que el conflicto hay que evitarlo a toda costa, con lo cual no sabemos afrontarlo, y además que debe terminar identificando a los culpables. Paradójicamente, los adultos tendemos a intervenir cuando no es necesario, y a no hacerlo cuando sí lo es. El efecto que conseguimos interviniendo ante la defensa legítima es la merma progresiva de esta capacidad, de la formación del yo, de la capacidad de decir que no, de luchar por nuestras necesidades, por nuestros derechos. Cómo nos cuesta a los adultos decir que no a algo o pedir un favor. Vivimos en un mundo donde los derechos son pisoteados a diario mientras nos quejamos en las redes sociales. Hemos ido perdiendo la capacidad de defendernos, acumulando tensión que se ha convertido en ataque, en violencia. La misma que luego descargamos en los niños. Una persona con su capacidad de defensa intacta, se levantaría e intervendría durante el experimento de Milgram.
Alguien que ha vivido la represión de la legítima agresividad defensiva, que ha acumulado tensión y rabia por todo lo que le ha ido ocurriendo, que ha mamado de este modelo violento del mundo de los adultos, que no ha podido vivir el vínculo primario o este se encuentra dañado, al que se le ha negado la vivencia desde el placer y además se ha cortado su saludable sexualidad (como podemos ver en los estudios antropológicos de J. W. Prescott), va a convertirse en una persona destructiva, violenta, que busca presenciar situaciones así. Por eso, en nuestra sociedad desnaturalizada, triunfan espectáculos violentos como las corridas de toros, los programas del corazón, las fiestas populares donde se maltrata a los animales, existen las guerras, las violaciones, el maltrato en toda su amplitud, etc.
Así, el niño que lleva en sus hombros tan tremenda carga de tensión acumulada desde que era un bebé, desde aquel parto violento y tantas otras cosas que ya ha vivido y que van destruyendo su capacidad de contacto, que además vive en un mundo basado en el acoso y la violencia, comienza a hacer lo mismo. Le han enseñado que la defensa no es legítima, pero si lo es el ataque. Surge el acoso escolar.
¿Qué proponemos entonces los adultos? Lo más habitual es encontrar una de estas posturas:
Programas como KIVA, en Finlandia, tienen una parte muy buena que se centra en el fin de la pasividad ante la violencia, en la intervención. Pero vuelven a centrarse en acosar al acosador, en aislarle y señalarle. Si en vez de esto vemos a todos los niños como víctimas del sistema en el que vivimos, si entendemos, si protegemos pero no a costa de agredir, si el niño agredido llega a entender que el que agrede lo hace porque lo está pasando mal, si el niño que agrede entiende que aunque paremos la agresión vamos a tenderle una mano, a ayudarle, a preguntarle por qué ha necesitado hacer eso, si familia y escuela trabajamos unidas, si empezamos a ver más allá del síntoma y actuamos en la crianza desde el momento de la concepción, favoreciendo una crianza respetuosa, concienciando a la sociedad… entonces, el mundo será un lugar diferente.
Referencias y bibliografía:
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Laura Perales Bermejo es madre, psicóloga perinatal, psicóloga infantil especializada en prevención, especialista en PBC (psicoterapia para adultos), presidenta de la Plataforma por la Crianza con Respeto, miembro asociado de la Es.Te.r (Escuela española de terapia reichiana), psicóloga de orientación reichiana y especialista en teoría del apego.
Documentos de Laura Perales Bermejo publicados en Crianza Natural