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Publicado el miércoles, 23 de agosto de 2017. Revisado el miércoles, 23 de agosto de 2017.
Autor: Liz Torres Almeida
Tiempo medio de lectura: 5 minutos y 9 segundos
Es curioso cómo en una sociedad que cada vez aboga más por la igualdad de los sexos sigue habiendo un prejuicio inmenso cuando el asunto de los sexos se traslada a la prole. Toda la teoría de la igualdad adulta parece no tener valor en la igualdad de los infantes; como siempre, esas personas de corta edad parecen escurrirse de los principios que rigen el mundo. Desde tópicos como «las niñas son más de los padres» a los «¿si solo tienes hijos, quién te va a cuidar de viejita?», pasando por el «¿y no vas a ir a por la/el niña/o», parece que la sexualidad de nuestros hijos y las expectativas que les atribuimos respecto a ella sean de interés popular. De la misma manera, en la crianza parece que se siguen perpetuando los roles de género. Impacta bastante entrar en una juguetería y ver largos pasillos en rosa que indican y excluyen, directa o sutilmente, a unas y otros ciertas categorías de recreo. A pesar de esto, es cierto que últimamente podemos ver una tendencia a superar la asignación «princesita» a las niñas y se fomenta una educación más asertiva e independiente para ellas, sobreponiéndonos al sexismo tradicional en su crianza. Parece que esta subversión de género no se da con la misma fuerza en la crianza de los niños varones; para ellos hay una mayor resistencia a las atribuciones sociales ante el miedo a lo femenino o a lo homosexual («nenaza», «mariquita»). Esto, sin duda, supone una traba para que el sexismo en general desaparezca, pues si la educación de los hombres sigue lastrada por algunas ideas obsoletas, la emancipación de las mujeres seguirá contando con duras resistencias (y otros modelos de masculinidad seguirán siendo motivo de represión y vergüenza). De cualquier forma, educar en igualdad no es una tarea sencilla. Aún tenemos un sesgo cultural importante que nos lastra inconscientemente, llevándonos a repetir patrones generacionales que deberían estar ya superados y que no hacen feliz a nadie, ni a los chicos, ni a las chicas.
Las madres de hijos varones podemos tener en cuenta algunas cosas para criarlos lejos del sexismo. Así, si tomamos consciencia de que somos «su primer amor» y su prototipo femenino, podemos hacerles comprender que nos merecemos ser tratadas con respeto, tanto nosotras como otras mujeres y el mundo en general. Podemos ser el ejemplo de las relaciones fuertes y sanas entre hombres y mujeres.
También podemos hablar con ellos sobre las problemáticas que sus pares mujeres enfrentan. Por ejemplo, si sabemos que a las chicas del grupo no las dejan salir solas o hasta más adelante, tendremos una oportunidad para hablar de acoso y trabajar para que ellos mismos no acaben siendo, a veces sin ser conscientes, uno de esos chicos de los que tener miedo. Esta idea puede ajustarse según la edad. Si nuestros hijos son más pequeñitos, se pueden aprovechar esos juegos aprendidos de levantar faldas, más adelante, imitar con burla, tirar del sujetador, etc.
Hay algunas tendencias muy repetidas y que es urgente desterrar. La más llamativa puede ser el veto al llanto: niños apremiados a no llorar, a no expresar su tristeza o frustración de formas atribuidas a «lo afeminado». En su lugar, se fomenta la ira y la violencia. ¿No es evidente que eso no puede ser un buen camino? Es humillante, despectivo, represor y peligroso. Precisamente, las actitudes violentas se legitiman más en niños que en niñas. Bajo la excusa de «lo bruto» damos cancha a modelos de actuación que son perniciosos para la sociedad, en lugar de facilitar la reflexión y gestión de los conflictos. No queremos hombres que peguen, pero dejamos que los niños se expresen de formas agresivas e incluso nuestras interacciones con ellos pueden responder a esos esquemas que necesitamos evitar. No hay excusa, ni entre niños ni entre adultos, ni hay azotes que sean por el bien de nadie, ni son menos malos por razones de temperamento o testosterona. Algo parecido ocurre con determinadas aficiones que son censuradas por razón de género, como el baile o el arte en general. Vetar los intereses de los niños es la mutilación espiritual más atroz que se pueda imaginar, una condena a una vida de insatisfacción.
De la misma manera, no existen tareas que sean femeninas y trabajos que sean masculinos. Somos responsables de mostrar un modelo familiar donde las tareas sean equitativas y no vinculadas al género. Puede que el acuerdo y circunstancia familiar coincida con la perspectiva tradicional y el padre ejerza una profesión remunerada mientras que la madre se encarga del trabajo del hogar. Es necesario que la repartición no se vincule al género, incluso que el padre ejemplifique en casa, y que entre los hijos, por estar en el hogar, se motive el cuidado de este. Que no se pase de tener una madre sirvienta a buscar una pareja sirvienta.
Es importante transmitir a esta nueva generación de niños el valor de la paternidad. Probablemente lo aprenderán con facilidad aquellos que disfruten de un padre presente y consciente, pero esos no son el total de los niños. Tanto la ausencia tradicional del padre como los nuevos modelos de familia confluyen en el punto en que no hay padre, o como si no estuviera, o es menos importante. La paternidad es una elección de vida, pero si se elige ha de ser responsable, cariñosa y dispuesta a legar una mejor generación de hijos y nietos.
Criar varones es un desafío y una responsabilidad, como toda crianza, pero además es una oportunidad maravillosa para procurar una generación de hombres más conscientes y más suaves para la sociedad, para ellos mismos (no hay que olvidar que el sexismo también les mina, les veta la expresión emocional, les apremia para la rudeza física, para el logro, para «lo alfa»...) y para sus compañeras. La cosecha de criar a un hombre y no a un macho puede ser muy gratificante. Podemos ayudarles a ser mejores personas y mejores parejas.
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Liz Torres Almeida es psicóloga, sexóloga y madre de dos niños.
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