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Publicado el lunes, 10 de octubre de 2016. Revisado el lunes, 10 de octubre de 2016.
Autor: Varios autores
Tiempo medio de lectura: 10 minutos
Me llamo Rosa y tengo tres hijos, soy asesora de lactancia y no puedo darle el pecho a mi hija pequeña. Mis hijos son un tesoro, los tres. Con cada uno de ellos he aprendido algo importante. Con Oriol aprendí a ser madre, a seguir mi instinto y mi corazón. Con Arnau aprendí que a veces no podía estar en todas partes pero tampoco pasaba nada. Y con Magali ... he aprendido a no dar nada por sentado. Y aún aprenderé mucho más de ellos, porque son más sabios que yo.
Magali nació a las seis de la mañana del 25 de octubre de 2010 en un maravilloso parto natural en el Hospital de Sant Boi. Me había planteado hacerlo en casa, pero una especie de intranquilidad me decidió hacerlo en el Hospital. Todo fue muy bien, fue un parto tranquilo, sin prisas, en que se nos respetó totalmente a mi hija y mi. Se agarró al pecho en la misma sala de partos. Era preciosa; una espesa cabellera negra, unos ojos que me miraban fijamente, estaba exultante. Había conseguido darle a mi hija la mejor bienvenida de que fui capaz.
Durante la tarde y el día siguiente me di cuenta de que la niña no mamaba bien y me dolía. Mirando la boca vi que tenía el frenillo de la lengua corto y me puse en marcha: llamé al pediatra y quedamos para que la viera cuando nos dieran el alta. Quién me iba a decir que con la tercera hija, después de dos lactancias exitosas, ahora que tenía más experiencia y más conocimientos, y que además había tenido un parto fantástico, tendría dificultades para dar el pecho?
Lluís Ruiz me confirmó que había un frenillo de tipo 2 y quedamos en unos días para cortarlo. Era una intervención pequeña, sin complicaciones. Los días siguientes, la niña dormía mucho y mamaba poco. A pesar de que había conseguido una postura prácticamente indolora para mí, ella seguía sin agarrarse bien, le costaba, se fue poniendo amarilla, tenía períodos de irritabilidad y perdía peso. Todo lo atribuíamos el frenillo de debajo de la lengua y confiábamos en que después de la intervención todo mejoraría.
El 3 de noviembre era el día, pero con Lluís valoramos si era más prudente intervenir o darle suplemento unos días para que ganara más peso y hacerlo más adelante. Como yo era una madre experimentada, mis hijos mayores han mamado tres años y medio uno y dos años y algunos meses el segundo, pensamos que era más práctico hacerlo, porque así ya empezaría a mamar bien enseguida y aumentaría de peso.
Lo hicimos, la niña lloró, yo lloré. Y luego le ofrecí el pecho, pero no lo quiso. Viendo que pasaba el tiempo y seguía sin volverse a enganchar, me saqué leche y le dimos con jeringa. Al principio lo aceptó, pero después ya no. Y, además, la pequeñísima herida no paraba de sangrar, no paraba, no paraba... Pasaba el tiempo y la niña seguía sin comer y la hemorragia no se detenía. Cada vez estaba más apática. Después de unas horas en que el pediatra estuvo vigilándola, nos dijo que la lleváramos al hospital, que seguramente no era nada, pero que era lo más prudente. Llegamos al hospital donde nació y nos cogieron enseguida, la pusieron bajo la lámpara para la ictericia, y pruebas, pruebas, pruebas...
De madrugada nos subieron a la planta y allí seguimos con las pruebas y la luz, pero la niña en la cuna con la luz lloraba y su estado era cada vez peor. Cuando el equipo médico comenzó a tener resultados vieron que mi niña tenía el hígado afectado, estaba muy grave, y necesitábamos un hospital más dotado. Esperando también para hacerle una ecografía me dijeron que mejor que no le diera el pecho y le pusieron una vía. Nos dijeron que nos trasladaban a la Vall d'Hebron y se nos cayó el mundo encima. Una enfermera me sentó con la niña en brazos y nos puso la luz a ambas. Mi marido y yo sentíamos que la niña se nos iba, que se le escurría la vida. Yo no quería soltarla por miedo a no poder tenerla más en los brazos con vida. Las horas fueron muy largas en espera de la ambulancia, aunque he de agradecer la atención que nos dieron. Antes de eso alguien nos habló de la galactosemia como uno de los posibles diagnósticos. Yo lo único que sabía era que si se confirmaba no podría darle el pecho.
Llegamos a Vall d'Hebron e ingresaron a Magali en la UCIP. Cuando pudimos entrar, la niña estaba ya llena de tubos. Nos hicieron muchas preguntas. Al día siguiente pude volver a tenerla en brazos. Durante aquellos primeros días necesité la ayuda de la enfermera para hacerlo; entre tubos, agujas y otras cosas pegadas no sabía cómo hacerlo.
En Valle de Hebrón hacen el método canguro, pero a mí nadie me lo ofreció, y yo no lo pedí, de entrada, porque cuando cogía a la niña, intentaba buscar el pecho, lloraba y mi pecho comenzaba a brotar y las dos nos poníamos muy nerviosas. Me sentía tan perdida. Yo lo único que quería era tener mi niña conmigo, darle el pecho, crear esa intimidad de la madre con el recién nacido.
Al día siguiente, el equipo médico nos explicó cuál era la situación. La niña estaba muy grave, aunque no sabían qué tenía. Había muchas y diversas probables enfermedades, desde una infección a una enfermedad metabólica, y dentro de las metabólicas había desde la galactosemia, que tenía un pronóstico relativamente bueno, sin salir de la gravedad, y otras que no soy capaz de recordar, pero que una de las neonatólogas dijo que eran "incompatibles con la vida". ¡Qué frase! La tengo clavada en el corazón y me resuena en la cabeza. "Incompatibles con la vida". ¿Cómo podía ser que pudiera perder a mi niña? ¿Cómo?
Fueron días de muchas pruebas, muchas preguntas y mucha incertidumbre. En casa nos cogíamos la galactosemia como opción menos mala. Le tuvieron que hacer transfusiones. Todos estábamos asombrados y nerviosos. Recibimos muchas muestras de apoyo y de afecto, mucha ayuda por parte de algunos familiares y también frases muy poco afortunadas.
Oriol y Arnau, mis hijos mayores, no entendían nada; ellos también sufrieron. Cada mañana me iba de casa llorando viendo cómo se quedaban tan abatidos... Y cuando volvía a casa dejaba el hospital llorando por separarme de la pequeñita. Gracias a Dios la dejaba en brazos del padre, que la mimaba tanto como yo.
Pasados un par de días, la niña comenzó a mejorar y le pusieron alimentación parenteral, con aminoácidos, etc. Mirando atrás pienso que entonces los médicos ya estaban prácticamente seguros del diagnóstico, pero, según nos dijeron, había algunas cosas que no les cuadraban. El cuadro que presentaba mi hija no era el habitual para una galactosemia: hipoactividad, ictericia, rechazar el alimento, letargo, convulsiones y vómitos (estos dos últimos síntomas ella no los tenía). Pero habían tenido un caso reciente, hacía menos de un año, y creo que eso les orientaba.
Poco a poco, la niña fue remontando; estaba más activa, respondía a mi contacto, mis palabras, mis canciones y los médicos iban cerrando el círculo alrededor de la galactosemia. Inicialmente yo me había estado sacando leche para no perder la producción porque, si no se confirmaba la galactosemia, mi leche sería el mejor alimento para la niña. Pero a medida que el proceso avanzaba había ido dejando de hacerlo, solo me sacaba cuando me notaba molesta. La congelé toda y se la tomaron mis hijos mayores. Finalmente, un día empezamos a darle el biberón con la fórmula especial de soja. Nos sentíamos tan extraños dándole y además a ella no le gustaba, comía muy poquito.
Al cabo de dos semanas de estar en la UCIP nos subieron a la planta, en Neonatos. Allí me encontré una enfermera que me preguntó cuál era nuestra historia. Fue ella quien me dijo que HABÍA que hacer método canguro, que la niña lo necesitaba y yo aún más. Así pues, fui al vestuario, me quité la ropa y me puse una bata, le quité la ropa a la niña y me la puse piel con piel, dentro de la bata. ¡Qué momento más mágico! Ella automáticamente se puso a buscar el pezón toda nerviosa. Le puse el chupete, enseguida se relajó, y nos quedamos así, pegadas y felices. Enseguida el pediatra me dijo que podía irme a casa con la niña, pero yo me sentía muy insegura porque comía muy poquito. El pediatra me tranquilizó y me aseguró que en casa sería más fácil, que le podía dar a demanda (no cada tres horas como hacían allí), y que contabilizara lo que comía al final del día.
El día 24 de noviembre volvimos a casa con la niña, varios biberones ya preparados y la citación para los diferentes especialistas que le habían de hacer el seguimiento. Magali cumplió su primer mes de vida en casa. Aquella noche, y las siguientes, las durmió toda entera sobre mi pecho. Ni ella ni yo estábamos dispuestas a renunciar al contacto, teníamos que compensar la separación y el sufrimiento vividos.
A la mañana siguiente, cuando nos levantamos y vimos el fregadero de la cocina llena de biberones por lavar y esterilizar nos cogió de todo. ¡Qué trabajo! ¿No dicen que el biberón es más práctico y cómodo? Allí comenzó la adaptación a la lactancia artificial, la reorganización, encontrar un biberón que le fuera bien, acostumbrarme a ir siempre cargada...
Los primeros días, cuando ya los médicos se atrevieron a hablar de galactosemia, estábamos contentos del diagnóstico; era, al menos, la opción menos mala posible. Después, sin embargo, investigas y te informes y te das cuenta de que tampoco es ninguna ganga. Y, por último, está la lactancia. He llorado, y mucho, por la lactancia perdida. Sé que no es lo más importante de toda la historia, pero para mí tiene un lugar primordial. Sentir que durante unos días, mientras yo creía que hacía lo mejor para mi hija, la estaba envenenando, me pone los pelos de punta.
Por otra parte, dar el pecho ha sido una parte fundamental de la crianza de mis dos hijos mayores. Ahora, con la pequeña, estoy aprendiendo a hacer de madre sin tener ese comodín que me facilitaba la vida en cualquier momento: al salir. Es sobre todo cuando estoy fuera de casa que encuentro una gran incomodidad tener que ir con biberones; o cuando se despertaban por la noche, o cuando estaban nerviosos, se caían y se hacían daño... Eso sí, no pienso privarla de dormir conmigo todas las noches hasta que ella decida lo contrario, ni de ponerla piel con piel siempre que pueda, ni de llevarla con fular o mochila, ni de tenerla en brazos siempre. Todo esto es innegociable.
Ahora, Magali ya tiene siete meses y estamos experimentando con la alimentación complementaria. Tengo menos opciones para ofrecerle, pero vamos haciendo. Y, bueno, va creciendo, poco a poco, pero bastante espabilada y llena de besos por todos lados, con unos hermanos que no se cansan de decirle que la quieren y unos padres felices de seguir teniéndola en sus brazos.
Sé que su enfermedad nos marcará el día a día y que quizá nos dará algún susto, pero ser madre es eso, adaptarse a las necesidades de cada hijo.
Foto original de Jordi Cotrina
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