Publicado el martes, 22 de agosto de 2017. Revisado el martes, 22 de agosto de 2017.
Autor: Liz Torres Almeida
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Una parte importante de la crianza trata de educar a los hijos en ámbitos tan diferentes como la alimentación, los valores, la cultura o las emociones. Seguramente este sea el momento histórico en que tenemos más información, mejor y más accesible. Sin embargo, la crianza no es unidireccional, ya que es una buena oportunidad para observar y extraer lecciones valiosas para nosotros mismos.
- Aceptar los sentimientos, aunque no podamos cambiarlos
Los niños pequeños se enrabietan ante la frustración, como cuando quieren una golosina mientras hacemos la compra o cuando se aburren esperando en una cola. Es inevitable que la tediosa vida adulta crispe a los niños y reaccionen y, aunque podamos ayudarles a gestionar esos arranques emotivos con técnicas y trucos, no podemos evitar que sientan la emoción humana. La aceptación del sentimiento ajeno («sé que estás triste», «sé que estás enfadada») aporta información a los niños, que aprenden a identificar y ubicar una emoción fuerte, y también acompaña, apoya y acaricia tanto a niños como a adultos.
- No anclarse en el rencor
Aunque se quiten los juguetes, se empujen o se enfrenten, los niños enseguida olvidan las confrontaciones menores y superan la rabia inicial. Dejan que las pequeñas cosas se queden en un mal momento y continúan viviendo en lo realmente importante: la oportunidad de goce que ofrece la vida. Solo hay que fijarse en la frecuencia y la forma de reír que nuestros pequeños tienen.
- Cuestionar
Los niños pequeños preguntan constantemente, son curiosos. Algunas veces los adultos también necesitamos explicaciones adicionales para aprender, y en muchas de esas ocasiones nos cohibimos por la necesidad de no evidenciarnos como ignorantes. Sin embargo, la ignorancia previa es la mejor oportunidad para dejar de serlo.
- Pedir ayuda
Es otra de las cosas que nos avergüenza porque podemos pensar que nos hace vulnerables. En cambio, si un niño no puede ponerse la chaqueta o alcanzar algo de un estante, no tendrá problemas en pedir ayuda y eso que, como a todos, también les gusta el logro. Pero no son infalibles, y mucho menos a la primera. Lo aceptan y nosotros lo aceptamos... en ellos, pero no en nosotros mismos. Esa vanidad adulta no nos beneficia, al contrario, nos limita y boicotea.
- Aprender puede ser divertido
A veces nos empeñamos en enseñar a nuestros hijos lo que consideramos importante, desde nuestra perspectiva y a nuestra manera. Por ejemplo, si me encanta leer es más probable que dirija a mis hijos hacia la lectura, o hacia la música o la ciencia. No está mal, pero es mejor no intervenir demasiado. Si ellos mismos pueden escoger los contenidos y modos afines a sus intereses, no tendrán una dirección impuesta y disfrutarán en el proceso, de modo que lo que sea que aprendan será mejor asimilado. Los adultos solemos enfocarnos en el resultado y sacrificarnos por el camino, pero el aprendizaje y la diversión no tienen por qué ser mutuamente excluyentes. Además, disfrutar del proceso significa aprehender los detalles, exprimir la vida. Mientras vamos hacia al cole, nosotras podemos simplemente andar hasta llegar mientras pensamos en la comida o en las facturas. Ellos pueden ver cada insecto, los niños que se cruzan, qué tiendas están abiertas... El mismo trayecto les aporta todas las gotas de vida que a nosotras ni nos rozan.
- La diversión es relativa
Donde nosotros vemos mal tiempo, lluvia y quedarse en casa un domingo, ellos ven charcos, caracoles y salir a darlo todo. Siempre hay oportunidades para explorar y divertirse, aunque nuestros esquemas mentales adultos nos limiten en las percepciones. Tener la amplitud mental para dejarnos asesorar por los especialistas en diversión puede reconciliarnos con el mundo.
- Soñar a lo grande
Querer ser ahora médico, por la tarde bailarina y a la hora de cenar detective privado. Y que las tres veces te brillen los ojos. No tener miedo de soñar, no limitarse, no dejar que la vida se apague porque lo cotidiano nos abrume.
- La diferencia como valor
Los niños pequeños suelen manifestar claramente sus preferencias: alimentos, aficiones, gusto estético... Son sus propios dueños como individuos y están orgullosos de mostrarlo. Con el paso de los años, cada vez más conforme se acerca la primera adolescencia, la identificación con el grupo de pares tiende a hacernos permanecer dentro de un rango que la mayoría de nuestra referencia considera «normal». La confianza de nuestros hijos en sus individualidades pueden ayudarnos a retomar nuestra peculiar contribución a la diversidad del mundo.
- El afecto no se compra
Notas de amor, el brillo en los ojos de nuestros hijos cuando les abrazamos y les damos besitos, su alegría inmensa al tomar parte de sus juegos. Todo eso es gratis. No es necesario comprar regalos para hacer feliz a alguien, solo es otra forma de mostrarlo, pero no es la única ni, de lejos, la más importante.
- Somos capaces de mejorar la vida de los demás
Cada madre o padre puede apreciar como sus acciones pueden repercutir positiva o negativamente en la vida de sus hijos. El tiempo que pasamos con ellos, cómo reaccionamos a rabietas, dolores o necesidades... Todos los seres somos capaces de repercutir en la vida de los otros y mejorarla, apoyando, acompañando, atendiendo.
En realidad, todas estas lecciones y muchas otras que cada uno en particular pueda desgranar, tratan de ser conscientes de nuestras vidas y disfrutarlas, de la forma auténtica, inmediata, libre y amorosa que nos muestran nuestros pequeños maestros.
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Liz Torres Almeida es psicóloga, sexóloga y madre de dos niños.
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